En el reciente debate en torno a la Ley de renovación y modernización turística de Canarias, de 14 de mayo de 2015, avivado por la controversia en torno a los usos turísticos y residenciales en la propuesta del Plan General de Ordenación Urbana de San Bartolomé de Tirajana, se han argumentado posiciones a favor y en contra, las cuales deberían conducir a una solución concertada, que de lugar a una reformulación de la normativa en beneficio del interés general, y en virtud del acomodo de las prácticas que el devenir social y del mercado han venido implantando en las últimas décadas en Canarias.

El fenómeno de los usos residenciales de la planta alojativa en los destinos turísticos no es un fenómeno nuevo en el devenir del turismo, sino que ha sido ampliamente documentado en muchas experiencia de evolución de los productos y destinos turísticos. En zonas del espacio geográfico en donde no existían usos residenciales previamente establecidos, la zona turística se configura para la instalación de unas infraestructuras alojativas y de servicios complementarios dirigidas a dar satisfacción a la demanda turística.

Este diseño turístico, por lo general, no contempla el uso residencial, dado que al estar ubicado en las zonas que ofrecen mayor valor paisajístico y ambiental, normalmente cercano a los atractivos turísticos como clima, playas, lagos o montañas, se planea para un uso exclusivamente turístico. Así pasó con el Sur de Gran Canaria, desde los orígenes con el Plan Maspalomas Costa Canaria, diseñando un espacio para el uso por los turistas, o visitantes temporales en el destino y consumidores de servicios turísticos. Los avatares del mercado hacen posible que debido al abaratamiento de la unidades alojativas por un lado, unido a las bajas rentas generadas en un mercado coyunturalmente a la baja, y el mayor poder adquisitivo por otro lado, estas unidades alojativas se adquieran o dediquen para otros usos no turísticos, como el residencial o el vacacional.

El cambio de uso de turístico a residencial representa sin lugar a dudas un coste significativo para la sociedad de destino, que denominamos coste social, pues se dejan de obtener unos ingresos turísticos que podrían haberse obtenido de mantenerse el uso turístico. Se trata por tanto de un coste de oportunidad, que se explica porque la sociedad podría obtener más renta si dedicase las unidades alojativas al uso turístico. En definitiva, estamos ante una pérdida de eficiencia derivada de los procesos de residencialización observados en las zonas cuyo diseño se planteó exclusivamente para turistas y no para residentes. Lo más eficiente sería mantener el uso turístico, pues ello permitiría obtener más recursos para la sociedad que con el traspaso a los usos residenciales.

Existen otros costes de la residencialización, como el posible efecto negativo de los residentes en la calidad del servicio de los procesos turísticos, la pérdida de homogeneidad o imagen de la zona turística, la falta de innovación o adecuación al entorno de la planta alojativa residencializada -obsolescencia-, y la posible competencia desleal de los usos residenciales sobre la oferta reglada turística. Estos posibles efectos indeseables de la residencialización son evitables si la regulación es adecuada y actúa eficazmente sobre los usos residenciales, para que éstos guarden una calidad y unas prácticas comparables con los usos turísticos. Sin embargo, lo que no es recuperable de ningún modo son las rentas y los empleos que dejan de generarse por el cambio de uso turístico a residencial.

La inmensa mayoría de los turistas que visitan Canarias, lo hacen atraídos por su clima, los paisajes, las playas, y la tranquilidad, que son los atributos que abundan en las zonas que han sido planeadas para un uso preferentemente turístico. Con 418.701 plazas alojativas oficialmente censadas en 2014, el turismo aportó a la economía canaria 13.032 millones de euros en ese mismo año (Impactur Canarias), lo cual representa 31.125 Euros por plaza en términos medios. Si extrapolamos esta cifra por la cantidad de usos residenciales estimados tan solo en San Bartolomé de Tirajana -unas 19.000-, la pérdida de valor económico sería de unos 591 millones de euros anuales, que repercuten en unos 83 millones de impuestos que se podrían haber recaudado, y en 12.433 puestos de trabajo que se podrían haber generado. ¿Puede la sociedad canaria permitirse este coste? La cuestión es si los canarios no estaríamos mejor planeando zonas para viviendas en otros lugares cuyo uso residencial no tuvieran otro coste económico, o especial atractivo para los visitantes. Cada plaza turística que se convierte en residencial supone una pérdida de potencial valor económico para la economía canaria, al estar ubicada en las zonas del territorio más idóneas para la prestación de servicios turísticos.

La utilización racional de los recursos del territorio implica dedicarlos al uso que más bienestar económico genere para la sociedad de destino, y el uso residencial en lugares diseñados para el uso turístico, y además de gran atractivo turístico, no es el más eficiente. La sociedad estaría mejor buscando otro lugar donde residir, y dedicando ese territorio altamente valorado por los turistas al uso exclusivamente turístico. Puede ser que la sociedad canaria esté dispuesta a pagar, o dispuesta a asumir, este coste de oportunidad del uso residencial, pero este es un supuesto poco asumible en una sociedad con un alto desempleo de los recursos humanos y escasos recursos naturales, como Canarias.

Sin embargo, conviene matizar que los usos residenciales pueden ser de diverso tipo, y por ello, el coste social de estos usos no es el mismo para todos. El uso residencial de mayor coste social es sin duda el uso como residencia permanente o temporal (o vivienda vacacional) por el propietario. Los usos que dan lugar a un alquiler por el propietario generan renta, y suponen por tanto un menor coste social. Sin embargo, si este alquiler da lugar a usos residenciales permanentes, entonces se pueden observar también los efectos indeseables de la residencialización. Además, en la modalidad de alquiler de los usos residenciales, si el propietario es extranjero, gran parte de la renta se queda en otro lugar, y no va a parar a la población de destino, en nuestro caso Canarias. Esta puede ser la situación de facto de muchas unidades que han sido vendidas a extranjeros y que son comercializadas desde los países de origen, con lo cual la renta de las unidades alojativas se desvía al exterior.

Así pues, los usos residenciales que generan un menor coste social son los que están eficazmente regulados para evitar los efectos indeseables, dan lugar a una renta a través del alquiler, se gestionan como una actividad de uso turístico residencial, o destinado a visitantes, y son propiedad de la población local. El alquiler, o uso en propiedad, por residentes permanentes, o de larga duración, va también acompañado de otros costes generalmente asociados a la residencialización, y que se derivan de la falta de planeamiento de los equipamientos públicos o colectivos necesarios para dotar de calidad de vida a los usuarios residenciales permanentes, los cuales no son necesarios en el uso turístico, como las infraestructuras de educación, de transportes y de salud.

Por otra parte, conviene mencionar que el proceso de residencialización puede generar otros costes ambientales significativos si la planta que deja de utilizarse como turística es reemplazada en otros espacios de alto valor ambiental y paisajístico, como suele ser común en los destinos que quieren expandir su capacidad alojativa, y no encuentran espacios idóneos para ello, como podría ser el caso de Canarias. Ello soporta aún más el argumento de que lo racional y más eficiente es que los espacios, que por sus condiciones ideales para el uso turístico fueron diseñados territorialmente con este fin, sigan realizando este uso, y el uso residencial se ubique en las zonas que no presentan estos atractivos para el visitante.

De todo lo anterior se deduce que la regulación turística en Canarias no ha sido, en principio, totalmente mal intencionada al perseguir, una y otra, vez impedir los usos residenciales en las zonas turísticas. Sin embargo, la realidad es bien diferente, y como se ha explicado antes, los vaivenes del mercado han propiciado la residencialización de algunos usos, que se han convertido en derechos adquiridos ante los que no es posible dar marcha atrás. Ante esta realidad, ¿qué opciones tiene la regulación para minimizar los costes sociales de la residencialización y favorecer el interés general, optimizando los escasos recursos de suelo que disponemos en Canarias? Es inútil insistir en regulaciones que intenten por la fuerza legal desandar lo andado, pues como se ha evidenciado, esto no resulta sencillo, ya que la residencialización se convierte en una vía fácil y atractiva para las unidades alojativas que el mercado va dejando obsoletas. La regulación debe adaptarse a las nuevas circunstancias, y optimizar la eficiencia en el uso de los recursos de suelo de alto valor para el turismo, compatibilizando los usos alternativos que han venido apareciendo con el devenir del mercado, y frenando en lo posible, el proceso de residencialización a través de los incentivos adecuados, así como incentivando los usos turísticos sobre los residenciales.

Se necesita un nuevo planteamiento que favorezca la compatibilización de usos turísticos y residenciales, ordenando una realidad de hechos consumados. El uso residencial tiene que ser de alta calidad, y someterse a los estándares del entorno turístico. Además, debe ser incluido en la planificación territorial para dotarlo de los servicios adecuados, en aras del interés general y turístico. Los incentivos han de ser los adecuados. El uso residencial de cualquier tipo ha de estar sujeto a los mismos impuestos, o incluso más, que el uso turístico, evitando sumergirse en un inframundo de baja calidad de servicio al margen de la regulación. Además, el cambio de residencial a turístico puede ser incentivado con ayudas fiscales y contributivas, de modo que a la propiedad le salga más a cuenta en sus relaciones con las administraciones tributarias.

Las regulaciones del territorio excesivamente rígidas en Canarias se olvidan de la potencia que pueden tener los incentivos económicos para inducir a los agentes a tomar las decisiones de mayor beneficio para la colectividad. Si la residencialización estuviese sujeta a un impuesto igual al coste generado en la sociedad como consecuencia de dejar de obtener rentas turísticas en un lugar idóneo para ello, el uso residencial se limitaría tan solo a los que tuviesen el poder adquisitivo y la capacidad de gasto necesaria para afrontar este coste, en las condiciones de calidad que la oferta turística requiere en su entorno. Además, en este caso, el uso residencial no sería tan atractivo frente al uso como actividad turística. Sin duda, vivir en una zona turística sería un privilegio que no todo el mundo podría permitirse.

La compatibilidad entre los usos residenciales y turísticos, con unos estándares de alta calidad, se ve a su vez favorecida por las tendencias del mercado, con la aparición de nuevos segmentos de turistas que están dispuestos a comprar productos con una mayor integración con la población local o residente, así como productos de turismo residencial o vivienda vacacional. Esto implica que los destinos turísticos maduros como Canarias deberían aprovechar la inercia que ofrece la innovación de los nuevos segmentos de mercado para planear una compatibilidad entre segmentos turísticos guiada por la obtención del máximo beneficio económico y social para el destino, de modo que la combinación de segmentos residenciales y turísticos se ordenen en ubicación, tamaño, y calidad de servicio y del entorno, de acuerdo a las preferencias de la demanda y a su mayor rentabilidad social, y no insistiendo una y otra vez en la expulsión de los usos residenciales de la zona turística, lo cual resulta cuando menos conflictivo y contraproducente. Aprovechar las oportunidades que brinda el mercado, a través de la regulación y de los incentivos adecuados, puede hacer que los usos residenciales sean compatibles de forma eficiente con los usos turísticos.

(*) Catedrático de Economía, Instituto de Turismo y Desarrollo Económico Sostenible (Tides) de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria