La ‘página en blanco’ de Martín Santos

Se cumplen 35 años de un pensador lúcido, a contracorriente desde el escepticismo vitalista

Martín Santos.

Martín Santos. / La Provincia

“El futuro no vendrá a lomos de un caballo, sino sobre el sillín de una bicicleta”, vaticinó el sociólogo, filósofo, dramaturgo y narrador Martín Santos (Palencia, 1921 - Burgos, 1988), de cuya muerte se cumplirá el próximo martes treinta y cinco años. Fue un lúcido pensador a contracorriente, que dejó una huella indeleble entre sus alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, donde impartía la asignatura de Sociología del Conocimiento, aunque con buen tino, él hablaba, de modo extracurricular, de una necesaria «Sociología del deseo».

Un año antes de morir, publicó La muerte de Dionisos, una de sus novelas más emblemáticas, que culmina con el episodio de la locura de Nietzsche, resolviendo con un pesimismo desconsolado la ambiciosa trama intelectual propuesta en su anterior entrega, Encuentro en Sils-Maria (ambas en Akal). Si aquí fabula un sugestivo careo entre Freud y Nietzsche -entre la razón luminosa y el irracionalismo vitalista, entre la pulsión domeñada y la afirmación instintiva-, finalmente no habrá síntesis posible para este duelo: El único mensaje, terrible y sincero, que puede ser legado es una página en blanco, dirá del lado de Nietzsche catatónico que vela el cadáver de Dionisos. Ya no habrá más el placer espontáneo de lo dionisíaco, sino que todo estará regido por «la razón instrumental, tecnológica, apolínea, del mundo abstracto y áspero que se avecina», vaticinaba.

En coincidencia con el esquema de «la escuela de la sospecha» acuñada por Paul Ricoeur, Martín Santos veía en el trípode compuesto por Freud, Marx y Nietzsche (como si fueran, respectivamente, los guardagujas de las tres cosas que hay en la vida: salud, dinero y amor) el germen de esa inédita Sociología del Deseo. La primera exigencia común a estas tres corrientes es no ser superficial, decía, aspirando a que, al modo de la intercomunicación circense, el actor-trapecista pergeñado por Nietzsche, contara, por arriba, con una sólida carpa marxiana, y, por abajo, con la red protectora del psicoanálisis. No obstante, desde el escepticismo vitalista que practicaba, hará propinar a uno de los personajes de su Prometeo -su más destacada pieza teatral- este aldabonazo incontestable: “Bienaventurados los muertos, porque no tendrán que mentir”.

Su obra clave es, no obstante, esa última novela, La muerte de Dionisos (1987), que, como la anterior, transcurre en Sils-Maria, al sur de los Alpes suizos. La trama se desarrolla en julio de 1888, cuando, según está documentado, Nietzsche pasa allí su séptimo veraneo y es muy probable que Sigmund Freud también se hallara entonces en las inmediaciones. Aunque el encuentro nunca se produjo, esa fecha emblemática, que fue el último verano de lucidez para Nietzsche, antes de caer en la locura irreversible, y ese paraje del gélido corazón de Europa, inspiraron al autor un sugestivo careo para confrontar las teorías de ambos autores, e informar, finalmente, sobre la muerte del placer dionisiaco, con la inminente aparición de una racionalidad apolínea abstracta de nuevo cuño, en la era digital.

El marco es propicio para ilustrar las respectivas teorías de ambos pensadores, tan antagónicos y complementarios entre sí; de un lado, el roquedal sobre el lago que promueve la idea del “eterno retorno”, y, del otro, la abisal estructura de valles y montañas de cúspide nevada, iluminando la idea del “inconsciente” y otras disposiciones inalcanzables de la propia mente. Un marco idóneo para un trágico desenlace. La muerte de Dionisos fue publicada en coincidencia con el centenario de aquel hipotético pero verosímil episodio, en homenaje al siglo transcurrido desde el inicio de la locura de Nietzsche. Si en Encuentro…, Martín Santos ya había esbozado las claves de esa entrevista imaginaria, será en La muerte de Dionisos donde tensa su dramático legado. Se levanta ahí el acta de defunción, justamente, del placer dionisiaco, a través de ese melancólico careo finisecular, El personaje de Nietzsche se dirige expresamente a «vosotros [esto es: nosotros], mis supervivientes», desde el corazón de una Europa en crisis. Sin lo dionisíaco, el déspota Apolo campa a sus anchas, imponiendo la pura racionalidad de su poder abstracto y convencional. Se quiebra cualquier contraposición dialéctica. No hay imaginario, no hay identidad; sino tan sólo el rodillo de una Europa exclusivamente mercantil, de fría carcasa apolínea, dominada por un color azul y caqui de moqueta de Estrasburgo...

El narrador contextualiza en la introducción que “[Freud y Nietzsche] no llegaron a encontrarse y es probable que Europa perdiese una oportunidad para saber lo que pasaba con ella misma. Se dice que Dionisos, o su último representante, murió después del verano de aquel año y que su lenta agonía se repite entre nosotros de una manera continua, como si lo que nos quedase no fuera sino eso”. Curiosamente, aquel 1888 fue el año del invento del neumático de la bicicleta, lo que hace proclamar al personaje de Nietzsche el mentado augurio, que hoy nos puede sonar en pleno rodaje o muy próximo: “El futuro no vendrá a lomos de un caballo, sino sobre el sillín de una bicicleta”. Desde hoy, adquieren peculiar elocuencia algunas proclamas con las que Martín Santos sintetiza al máximo las tesis del filósofo alemán: “El mundo es un castillo vacío, por lo tanto nadie existe verdaderamente y todo puede ocurrir”. O esta pedrada directa al entrecejo de Freud, que en el relato encarna la victoria de lo apolíneo: “Prefiero ser un río loco que un zodiaco eternamente repetido en la medida del cielo”. O también: “Sólo los cobardes se aferran al sentido como a una tabla de salvación. Los fuertes juegan a todas las bandas”.... Y con fatal pronóstico, agrega: “Nuestro futuro camina hacia el pasado, hacia la confusión original que presidió los comienzos de la especie humana”. Y, en el pasaje final, que recrea la última chispa de lucidez de Nietzsche, en una pensión de la plaza Carlo Alberto de Turin, se nos describe así el finiquito de una esperanza de altruismo hedonista: Sobre una rústica y modesta mesa la luz del amanecer sorprendió, entre el desorden de plumas, tinteros, vasos y restos de comida, una hoja de papel con el último y definitivo mensaje de Dionisos. Encabezaba una dedicatoria escrita con caligrafía personalísima y feroz: “A vosostros, los supervivientes”, y con caracteres aún más gruesos: “Mis supervivientes”. Nada se sabe del asombro de la luz de la mañana cuando ésta supo que el más terrible y sincero de los mensajes que lanzara hombre alguno era una página en blanco”.