Los versos verticales de Macarena Nieves

En el poemario ‘Aquellar de la lluvia’, lo inasible del paisaje insular se iguala a la fragilidad del amor y el proceso poético

Macarena Nieves.

Macarena Nieves. / Antonio Puente

Hablando de la memoria involuntaria [en Marcel Proust] como la más fidedigna fuente de (auto) conocimiento, afirma Samuel Beckett: «El microcosmos mortal no puede perdonar la relativa inmortalidad del macrocosmos. El whisky guarda rencor al recipiente».

Ese desajuste radical entre la liquidez del contenido, que caduca y se evapora (aquí representado por la ambigüedad de la lluvia, pues, a tenor de la cita de Ida Vitale, «Una lluvia de un día puede / no acabar nunca») y el inmarcesible continente, orienta las páginas de este sugerente y maduro poemario de Macarena Nieves Cáceres (Lanzarote, Femés, 1968). Con extraña y lograda mezcolanza de polifonía y voz solísima (tan monádica como con la cinta en los ojos en el juego de La gallinita ciega), la autora -que es, además, performer y artista visual- emprende un triple salto mortal -y sin red: «Nada sustenta el aire. / Nadie»- en el corazón de esa fisura. El macrocosmos que perdura es el pétreo y solar paisaje isleño, al que quisiera emular y fundirse, a través de la sustancia del amor y del poema en plenitud, ya consumados. Pero, en su lugar, se antepone ese microcosmos mortal, de la insignificancia existencial («…pequeña ave migratoria / de este bosque quedo de las idas»), del olvido del amor -a veces, en la boca del amante mismo- y del inasible tanteo del proceso poético. Las tres dimensiones (frustraciones, por fortuna, espoleantes, siempre insurrectas) son la misma cosa, que parten del contiguo «Brocal del aljibe / donde anida la sed»; toda vez que «No tiene cuerpo el deseo / no tiene nombre / ni identidad / ni futuro / ni historia reciente. // presente latiendo / en condición del aquello // que golpea».

Este «aquello» podría ser el «aquellar», el inquietante canarismo que la autora recupera, para significar lo que no se sabe o no quiere saberse, tanto lo ignorado como lo denegado y forcluido (la siniestra pareja de aquello que se acalla). Junto a la plausible intertextualidad, con numerosas citas y homenajes a poetas predilectos y, sobre todo, predilectas, y a la también hoy inusitada fusión del erotismo y la muerte (igual de «inescrutables»), es de destacar su destreza para no aferrarse a ningún espacio previo, sino que éste se va componiendo golpe a golpe, verso a verso, por aluvión, en caída libre. Son poemas verticales que penden de algún fincho del horizonte, y se arrastran hacia si, y se retrotraen en cruces de jameos y carámbanos de lava, lo mismo que los cuerpos recién (des)enamorados («quiero saber del descenso»). «Y echamos a andar el cuerpo / de la escritura como quien cruza un bosque», se explicita; «Como la lluvia a punto de caer -sostenida – entre el horizonte y la mirada».

De ese modo, el texto permanece análogo a la compulsión del deseo que se quiere transmitir: «La gran fuerza cósmica del deseo atrapada / sin dominio alguno. Ni control»; toda vez que, además, «sólo sé de lo hambriento heredado / en la memoria /- de otro tiempo- // que me falta».

En el elocuente y esclarecedor prólogo, Ángel Sánchez define la poética de «esta lanzaroteña multidisciplinar» de un solo trazo: «[…] tiene un basamento entrópico constitutivo de lo telúrico, la insumisión y la sensitividad, tres vías que la conducen al autoconocimiento». O también: «[…] su particularísimo concepto de la poesía consiste en disolverse en la realidad ambiental para mejor mostrarse piel adentro». Una tarea que sus versos saben ingente, pues «Dentro de la boca dormitan abismos»; y como a quien vivaquea entre las rocas (o la arrastra: Sísifo es uno de los temas más explícitos), sólo le resta el refugio del cripticismo: «Socaire del tuétano la palabra».

Sin menoscabo de la «androginia primordial» en que María Zambrano cifra el sujeto de la verdadera poesía, el único ámbito en que es posible des-’inscribirse’ (intercambiables Teresa de Jesús y Juan de la Cruz), a través de la recíproca conmiseración de ambos amantes con independencia de su sexo -el mismo sometimiento: «Porque no eres tú. No soy yo. Será la lluvia. Quien nos quiera»; y el mismo perder(se): «Habiendo acariciado tus manos / donde ya no están las mías»-, un elocuente filón de ‘Aquellar…’ es la peculiar perspectiva feminista ante el acto del (des)amor. Así, digiriendo sapos que se hacían pasar por príncipes, se espeta con causticidad: «Vamos a triangular nuestro deseo: / mientras yo a ti te beso / una jovencita que se cuela / en tus ojos / a mí me parpadea». O concluir: «[…] la mujer que soy forja la lluvia / a su imagen y semejanza / apurando el mezcal en el gaznate».

La consciente densidad y hermetismo del poemario (al hilo de la hoy -ay- tan infrecuentada recomendación de Lezama: «Sólo lo difícil es estimulante») se contrarresta con el dinamismo y los respiraderos que nuestra poeta le brinda; no sólo en lo visual, a través de los recurrentes espacios en blanco, encabalgamientos y versos cortos, sino alternando, sobre todo, las más variopintas orientaciones estéticas. Así, la prioritaria voluntad de conocimiento no elude giros propios de la poesía confesional, y en una lluvia oblicua de sonidos surreales, lo mismo surge un gong gongorino de quitarse el cachorro: «Donde magua el Rubicón la calcárea caricia»; que una proposición digna de Rosalía de Castro a Charles Bukowski: «¿Y si follamos sobre las gotas del llover?». O la narratividad de algunos fragmentos se combina con sorpresivos aforismos de todo orden; antropológico: «Toda alma insular arrastra consigo la fuerza ilimitada de las mareas»; gnoseológico: «Apariencia inminente. Quizá consustancial ausencia», o psicosociológico: «Sin el infierno de los otros / imposible caldear el fuego propio».

Atractivo, y generoso y didáctico, el abundante modo -decíamos- de intercalar las citas, con voces femeninas, sobre todo, que hablan, por ejemplo, de un temor extendido –«…porque quien deja de hablar quizá en el próximo momento mata», de la austriaca Elfriede Jelinek-, o de un extravío generalizado, como en esta alzada de mano de la ampurdanesa Angélica Liddell: «Ya estoy en el bosque. Hazme una señal».

En esta madura caminata de Macarena Nieves (nada de coger la guagua) se sigue, en fin, a pies juntillas y, por tramos, cuerpo a tierra (en todo caso, tan «contenta de caminar en contra del mar»), el «paradigma errante» y el «caos perseverante», cuando lo fácil –y ‘exitoso’– sería atajarlos y vulnerarlos.