La vuelta a su mundo en 90 años

Itinerante y sedentario, Dámaso es un cruce entre Andy Warhol y San Brandan, que ha centrado su obra en el imaginario atlántico

El artista grancanario Pepe Dámaso.

El artista grancanario Pepe Dámaso. / José Carlos Guerra

Inconfundible vozarrón que dispara afecto a raudales, y portador de una espontaneidad indeclinable, Pepe Dámaso (Agaete, 9/12/1933, también sábado) se deja zarandear por cualquier hijo de vecino que le venga en gracia, a causa del panteísmo del paisaje-paisanaje que profesa, sin que se le caigan los anillos. Polifacético autodidacta, es un cosmopolita con memoria marítimo-rural (“Me inicié sexualmente a la intemperie, en brazos de Onán, acrisolado entre las plataneras”, me contó en una entrevista a principios de los 80); un ser instintivo e intuitivo como él solo, que, en efecto, hace coincidir, como muy pocos, el respeto al artista consagrado y el pleno acceso afable a la persona.

Si Goethe sostuvo que la felicidad en la edad madura consiste en ver cumplidos los anhelos de la adolescencia, en su condición de husmeador insomne, la satisfacción se mezcla con las fértiles cuitas, que le espolean, una y otra vez, a innovar proyectos radicalmente distintos. En efecto, así como la mayoría de los artistas se aplican en un rumbo monográfico, Dámaso opta por salvar a perpetuidad, sincrónicamente, los sueños mismos del adolescente que era, completando ciclos y disciplinas dispares. Imposible que se contentara, además, quien ha hecho de la muerte y los gritos del silencio el leit-motiv de su obra. Imposible, para quien así se presenta: “Soy yo. Pepe Dámaso, con mi rostro o máscara quien grita, y como consecuencia mi grito tropical transmitido por el eco de la materia, del color de estas tierras calientes del sur, donde el drama de la vida aúlla con pateras, dragos, caracoles, cacatúas, a través del rugido del mar”.

Con su prolífica y bien diseminada obra, es también un prestidigitador, que logra dar a muchos rincones públicos una calidez de estancias particulares, y viceversa: que percibamos salones privados como si estuviéramos en un parque. Pepe Dámaso es, digamos, un cruce entre Andy Warhol (apostado, con cachorro, en Catalina Park) y la versión más desnuda y laica de aquel monje San Brandan, cantando misa a lomos de la ballena por el vasto océano, sin pisar bahía alguna.

Enraizamiento y perpetua itinerancia: son el yin y el yang de este solitario-solidario, que acuñara el clásico. Sí: Viajero inmóvil del Huerto de las Flores (o de la Isleta al refugio de Agaete), y, al tiempo, merodeador del Atlántico al completo, como el monje irlandés que dio origen al mito de San Borondón, una de sus series emblemáticas. También uno de sus caros motivos literarios, como se recoge en el valiosísimo volumen El vaho en el espejo (Guía de Isora, 2017), que, a cargo de Alejandro Krawietz, aglutina, por primera vez, muchos de sus poemas, relatos y fragmentos teóricos. Dámaso homenajea ahí al propio fundador del Pop-art, el “irreverente e irónico” Warhol, que llevó al paroxismo la supremacía de la copia sobre el original, y que, jardinero inverso, mostró al mundo que, si se riegan bien las flores, de las macetas brotan fotocopias. Y en “San Borondón”, planea construir un jardín fluvial, con cactus manriqueño y el nenúfar blanco de Mallarmé; “un jardín que no sea -expresa- patrimonio de nadie, sino de la nada”.

Con mucha más cordura que el cura irlandés (mayor sacramento, también, a lomos de la ballena del baile de la Rama de Agaete, con su letanía bendita: “¡Agua, agüita, La Rama está sequita!”), Pepe Dámaso conoce de primera mano los dos confines del Atlántico. Pues, para aprender a trocar Gran Canaria en su particular Gran Manzana, vivió una larga temporada, hacia 1967, en compañía de su inseparable César, en el Village neoyorquino. Se adentró en el Harlem lorquiano, y no lejos del Central Park, supo por la pintora Georgia O’Keeffe que las flores pueden adquirir la forma de los rascacielos. La isla de Manhattan, donde el propio André Breton sitúa la terminal de su periplo surrealista, iniciado en Tenerife, y que otro insular atlántico, John Berger definió como “una gigantesca metáfora de la tensión contenida en un barco cargado de emigrantes, que echó el ancla para no zarpar jamás”. Y, más acá, en 2000, en la Bienal de Dakar, Dámaso pobló con una solidaria instalación la isla de Gorée, sin duda, el otro confín del mismo Océano: el espacio que sirvió de lonja de decenas de miles de esclavos negros para las galeras sin retorno, rumbo a América, preclaro ascendente de las pateras africanas que no llegan a puerto alguno hoy mismo…

La muerte es, decíamos, el gran tema damasiano, lo que reunifica su variadísima y extensa obra. El artista busca a toda costa mitigarla, otorgándole una dimensión religiosa y salvífica, a través del erotismo. Sin esa mutua transustanciación, ambos ámbitos, erotismo y muerte, se banalizan y extravían. Es una fijación que rebasa, incluso, sus series más explícitas, desde Sexo quemado a la lorquiana La muerte puso huevos en la herida, o la que da, con Bataille, en el centro del asunto: Las lágrimas de Eros. El artista sabe que esa fusión es la única posibilidad de redimir la muerte a secas (por no decir, en paralelo, la vida a secas).

La vinculación reaparece en varios poemas, como el titulado Sexo, donde se fabula un encuentro entre amantes a la orilla del mar, rumbo a “la isla soñada”, y el momento del clímax se equipara al “olor del salitre que impregna la orilla / al romper la ola que feliz se desmaya”. El propio título del volumen, El vaho en el espejo, alude al que exhala el moribundo en su último instante, y aunque reaparece como metáfora del acto de crear, es peculiarmente emotivo el que dedica al momento final de su padre, cuando, en su último resuello, el médico le aproxima el espejo a la boca para examinarlo.

Entre sus primeros versos, figura un homenaje a su amigo y coetáneo exacto Manuel Padorno (quien hace apenas unas semanas, por cierto, habría cumplido también los 90), en el que Dámaso recrea elogioso su poemario Oí crecer las palomas (1955): “Tú dijiste: “la paloma quedó muerta detrás de la piedra”. Y, aún antes, cuando el artista apenas reúne 20 años, escribe el titulado A César Manrique, un homenaje que, en verso o en prosa, será recurrente en las siguientes décadas. Ahí se ve ya que quisiera acompañar a San Brandan en su solitaria expedición, espoleado por el mismo “ansia de otros lares” que asoló a Quesada. Así, le confiesa al amigo su deseo de ir en pos de “… las cosas que soñaron desde siempre / un encuentro feliz / más allá de este mar”, y le anuncia que, para su quehacer artístico, ya no habrá tregua: “Seguiría la ruta de luchar con dureza / sin esperar al fin el oasis, / el gozo de los días contados”; y que desea compartir con él, “la igual pasión de sentirnos islas”. Con tus deberes ¡vaya que si cumplidos!, ‘happy birthday to you, mister Dámaso’.