Sexo, amor y transgresión

Buñuel alumbró el camino del surrealismo con ‘La edad de oro’ y ‘Un perro andaluz’, dos obras que hoy regresan en soporte digital

Escena de ‘Un perro andaluz’.

Escena de ‘Un perro andaluz’. / LA PROVINCIA/DLP

Claudio Utrera

Claudio Utrera

«La memoria es invadida constantemente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital y personal es la una como la otra. En este trabajo semibiográfico, en el que de vez en cuando me extravío como en una novela picaresca, dejándome arrastrar por el encanto irresistible del relato inesperado, tal vez subsista, a pesar de mi vigilancia, algún que otro recuerdo. Lo repito, esto no tiene mayor importancia. Mis errores y mis dudas forman parte de mí tanto como mis certidumbres. Como no soy historiador, no me he ayudado de notas ni de libros y, de todos modos, el retrato que presento es el mío, con mis convicciones, mis reiteraciones y mis lagunas, con mis verdades y mis mentiras, en una palabra: mi memoria».

Con estas palabras, Luis Buñuel resumía en Mi último suspiro, su libro de memorias, coescrito junto a Jean-Claude Carrière, las múltiples contradicciones que le acompañaron durante toda su vida desde que emprendiera su larga trayectoria artística al socaire del movimiento surrealista con la realización de La edad de oro (L´age d´or) y el cortometraje Un perro andaluz (Un chien andalou) –esta última en colaboración con Salvador Dalí– dos piezas que, aún hoy, 94 años después de su estreno, siguen generando las mismas inquietudes y el mismo desconcierto emocional que generaron en los espectadores de hace casi un siglo.

Es, como siempre sucede con las obras de arte imperecederas, un efecto que se repite intermitentemente cada vez que determinadas películas se someten al inexorable paso del tiempo y acaban imponiendo su innegable vigencia con la más absoluta rotundidad. Revisados ambos títulos hace unos días gracias a la edición remasterizada que acaba de sacar al mercado la distribuidora catalana A contracorriente Films, La edad de oro y Un perro andaluz se han convertido, con el paso de los años, en un incontestable manifiesto sobre una manera muy especial de contemplar el cine, fundamentada en uno de los principios insobornables en la creación cinematográfica: el control permanente de la libertad creativa desde los más íntimos e irreductibles parámetros personales, parámetros que nos emplazan permanentemente en un terreno de la vida donde ficción y realidad; verdad y mentira; sueño y vigilia, son distintas ramas de un mismo tronco, que van configurando nuestra existencia cotidiana en el desconcertante y ambiguo mundo que a Buñuel le tocó vivir.

‘La edad de oro’. | | LA PROVINCIA/DLP

‘La edad de oro’. / LA PROVINCIA/DLP

La frágil frontera que separa los sueños de la realidad, esos porosos límites donde los deseos más profundos se enfrentan a las convenciones sociales más estereotipadas, fue siempre el territorio por el que transitaron la mayoría de los personajes de la filmografía buñuelesca. Desde su explosivo debut en 1929, de cuya escandalosa premiere en la capital francesa se cuentan las anécdotas más jugosas y surrealistas, hasta Ese obscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977), su filme testamentario, Buñuel mostró, a lo largo de más de treinta largometrajes, una actitud poco favorable al realismo y muy proclive en cambio a la especulación de todo lo relacionado con el mundo del subconsciente, creando así una suerte de universo del que surgen imágenes de un impacto visual fulminante, imágenes permanentemente vivas que lo alejan de la realidad y que reclaman nuestra mirada, la misma con la que un entomólogo examina la conducta de los insectos, es decir, participando de un meticuloso, apasionante y oscuro proceso de gestación.

Buñuel, que libró en primera línea las batallas más encarnizadas por la causa surrealista, que transgredió todos los valores sobre los que reposa la concepción burguesa de la realidad y supo, como nadie, sintetizar las tradiciones más seculares de nuestra cultura, nos devuelve hoy, a través de sus dos obras fundacionales, su imagen iconoclasta y seminal mediante una herencia artística cuya vigencia, insisto, nadie osa ya cuestionar; ni siquiera sus más impenitentes detractores, que los tuvo y los sufrió en sus propias carnes durante toda su vida. Y le hubiera bastado, según proclamó en su momento su íntimo colaborador y amigo Max Aub, sus dos primeras películas para pasar con todos los honores al cuadro de honor de la historia grande del cine.

Así pues, revisarlas, como acaba de hacer este comentarista, constituye un ejercicio absolutamente recomendable para poder verificar que el «certificado de modernidad» de estas dos películas aún sigue intacto ante los ojos de cualquier ojeador cinematográfico del siglo XXI.

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