Joseph Losey: el cineasta curtido en el exilio

Se cumplen 40 años de la muerte del director, una de las principales víctimas de la persecución inquisitorial del senador MacCarthy

El cineasta estadounidense Joseph Losey.

El cineasta estadounidense Joseph Losey. / La Provincia

Claudio Utrera

Claudio Utrera

Entre la larga nómina de grandes directores inexplicablemente relegados al olvido figura, en un lugar predominante, el cineasta estadounidense Joseph Losey (La Crosse, Wiscosin, 1909-Londres, 1984), dos de cuyos largometrajes, El sirviente (1963) y Accidente (1967), son verdaderos referentes internacionales del mejor cine de los años 60, siguen encabezando, desde hace muchas décadas, la lista de las películas más votadas por la crítica en la historia del cine británico, a pesar de que el Reino Unido fue solo su país de adopción y que allí llegó, tras casi 15 años vinculado al cine norteamericano, bajo la influencia de los únicos patrones industriales que había conocido hasta entonces: los de la industria hollywoodiense, sensiblemente diferentes a los que regían para el cine europeo. A estas circunstancias habría que agregarle su condición de exiliado político en una Europa fuertemente polarizada por las tensiones territoriales desatadas tras la Guerra Fría.

Considerado, y con razón, como uno de los realizadores más inconformistas y lúcidos de la posguerra, Losey se convirtió, por encima de todo, en un defensor inquebrantable de la libertad de expresión durante una época, la década de los 50, marcada por las luchas entre quienes aspiraban a trabajar sin ataduras ni censuras previas y quienes seguían empeñados en hacer de Hollywood el paradigma a ultranza de los valores más reaccionarios de la sociedad estadounidense. Dos posicionamientos que configuraron un escenario de continua confrontación y que derivó, como todos saben, en un penoso episodio histórico protagonizado por el senador MacCarthy.

En ese contexto de claro enfrentamiento ideológico, el autor de Eva (1962) decidió no pasar por el bochornoso trance de tener que declarar ante la siniestra Comisión de Actividades Antiamericanas optando, como su buen amigo y colega Charles Chaplin, Cy Enfield, y otros colegas de tinte progresista por el exilio en Inglaterra donde, curiosamente, desarrollaría la etapa más original, serena y creativa de su larga trayectoria artística aunque, según señala Tom Milne en la introducción de su famoso libro Conversaciones con Joseph Losey (Anagrama, 1971): «Unos suspiran nostálgicamente por la franqueza y sencillez de sus comienzos en El muchacho de los cabellos verdes (1948) o The Lawless (1949); otros opinan que películas como Time Without Pity (1956) y El criminal (1960) no podrán ser igualadas en cuanto a pureza y audacia de su mise en scène, otros, en fin, afirman que la carrera de Losey comienza en realidad con su revelación como un maestro en El sirviente (1963)».

A Losey le conocimos en España mal, con retraso y parcialmente. Aún hoy sigue siendo un semidesconocido

Sea como fuere, a Losey le conocimos en España mal, con retraso y parcialmente. Es más, aún hoy sigue siendo un auténtico semidesconocido. La crudeza y transparencia de sus diatribas contra la hipocresía moral de su tiempo nunca fueron vistas con buenos ojos por la censura franquista, así como el tono invariablemente nihilista que presentaban la mayoría de sus personajes, algunos cargados de razones que explican su irrefrenable inclinación a mostrar sin tapujos las vergüenzas y miserias de la sociedad contemporánea, de ahí la decena larga de títulos de su filmografía que jamás han sido estrenados en España. Los empresarios, por su parte, tampoco se preocuparon especialmente por aportar el menor esfuerzo para lograr que sus películas se estrenaran con la puntualidad deseada, a pesar de la reputación que había alcanzado su cine en algunos de los certámenes más acreditados del planeta y de la excelente consideración que disfrutaba entre la crítica internacional.

Sin embargo, esta actitud de sistemático ninguneo de los distribuidores nacionales hacia sus filmes varió sustancialmente desde el mismo momento en que alguien tuvo la feliz ocurrencia de introducir en el por aquel entonces emergente mercado del cine de autor El criminal y El sirviente, dos de sus más inquietante obras maestras de la etapa británica. Y fue a partir de entonces cuando el público español, ávido de buen cine y tras décadas de sequía, tuvo acceso inmediato a títulos tan emblemáticos en su filmografía como Rey y patria (1964), Accidente (1967), Modesty Blaise (1966), Ceremonia secreta (1968), El mensajero (1971), Caza humana (1970), Una inglesa romántica (1975), Don Giovanni (1979), su último filme estrenado en nuestro país.

Pero los elogios, más que merecidos, a su obra, en especial, insisto, a su etapa inglesa, comenzaron a disminuir sensiblemente a partir de El asesinato de Trotsky (1972), ya que el discutible retrato que nos propuso en aquella cinta del legendario líder soviético, encarnado por el actor galés Richard Burton, no solo no convenció a la mayoría de la crítica sino que provocó uno de los descalabros financieros más sonoros en la carrera de Dino de Laurentiis, su productor. Con la salvedad de Galileo (1974), una espléndida lectura fílmica del famoso drama homónimo de Bertold Brecht y Chantaje contra una esposa (1973), un intenso conflicto familiar protagonizado por Jane Fonda, David Warner y Trevor Howard, sus últimos trabajos también corrieron la misma suerte.

En 1982, dos años antes de su fallecimiento, un sector de la crítica acreditada en la Mostra de Venecia le asestaba un nuevo varapalo tras el estreno, fuera de concurso, de La Truitte, una inteligente y corrosiva comedia, rodada entre Francia e Italia, todavía inédita en los cines españoles, donde Losey parecía empezar a recobrar el aliento creativo perdido.

En ese plano tan loseyano -y chabroliano- de fría estrategia psicológica, los personajes de esta extraña e inclasificable película se van aniquilando lentamente en medio de una guerra de desgaste de la que solo sale triunfadora una joven campesina que aspira a tener un lugar bajo el cálido sol de la burguesía. De esta manera, el viejo maestro nos revela la decadencia de una sociedad esclerotizada por sus propias indigencias, que estallan en mil pedazos al salir a flote la débil tramoya que la sustenta.

Protagonizada por una Isabelle Huppert y una Jeanne Moureau en estado de gracia, La Truitte se convertía en uno de los alegatos sociales más inclementes pergeñados por este director. Digno colofón a una trayectoria con ciertos altibajos, pero cuajada de numerosos aciertos artísticos que lo sitúan, sin duda, entre los cineastas más personales, complejos e incisivos de su época.