Fiestas fundacionales

Cuando Canarias fue holandesa

Las fiestas fundacionales de Las Palmas conmemoran el aniversario de «la victoria vencida» sobre la invasión de Van der Does, como la definió Cairasco de Figueroa

Un grabado holandés de la época acerca del ataque de Pieter Van der Does a Las Palmas de Gran Canaria en 1599.

Un grabado holandés de la época acerca del ataque de Pieter Van der Does a Las Palmas de Gran Canaria en 1599. / La Provincia

En plena celebración de las fiestas fundacionales de Las Palmas, los caprichos del azar han querido juntar el aterrizaje del guardameta holandés Jasper Cillessen con la conmemoración del 425º aniversario de la invasión de la ciudad por su compatriota Pieter Van der Does. De ese modo, por talludito que el nuevo cancerbero pueda resultarnos, a sus 35 años (apenas dos años menos de los que tenía el almirante en su arribada), la cosa se mitiga si caemos en la cuenta de que es 390 años menor que cualquiera de sus miles de paisanos que, sin contrato alguno, protagonizaron aquel fatídico suceso.

Esa extremada juventud le imposibilita para traernos noticias renovadas sobre el paradero del extraviado Archivo del Ayuntamiento de Las Palmas, para entonces una instancia de ámbito insular, y una de las fuentes documentales más valiosas del Archipiélago, que sigue siendo la gran secuela nunca reparada. Como apuntó el historiador Antonio Rumeu de Armas, en su ya clásico tratado Invasión de Las Palmas por el almirante holandés Pieter Van der Does -publicado en 1999, en coincidencia con el cuarto centenario-, «en el siglo XVIII, hubo un intento, por parte de Holanda, de ‘revender’ a la Corona española ese botín obtenido dos siglos atrás, pero ésta rehusó la oferta, y esos documentos continúan en paradero desconocido».

El episodio se remonta a la mañana del 26 de junio de 1599, que no era de «aurora frígida» y mar picada -como las que cuatro octubres atrás habían contribuido a repeler el ataque del inglés Francis Drake-, sino que, esta vez, en la bahía de Las Palmas, se apuntalaba un día espléndido en aguas como un plato, «reverberando el sol en las celadas / que daban luz a los vecinos montes». Así lo evoca el canónigo de la catedral y fundador de la literatura canaria, Bartolomé Cairasco de Figueroa (1538-1610), en su obra cumbre Templo militante (que acaba de ser publicado en su totalidad, por cierto, por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en cuidada edición de Antonio Henríquez Jiménez), y que, además de cronista en vivo y en directo del evento, fue uno de los protagonistas de su resolución.

Cuando Canarias fue holandesa

Pieter Van der Does. / Antonio Puente

Las 74 naves

Aquel día, al amanecer, es divisado en aguas de la Isleta, al norte de la ciudad, en el extremo opuesto a su cogollo amurallado, un abundante espectro de 74 naves, que, según todas las expectativas, pertenecen a una flota holandesa que viene operando en aguas del Atlántico, y que ya había codiciado en balde las pertrechadas bahías de Lisboa y Cádiz. Tal y como ha inventariado el historiador Antonio Bethencourt Massieu, Las Palmas era entonces una de las ciudades más prósperas del Atlántico, con una circulación de plata sin parangón peninsular, a causa de su aventajada posición en el comercio americano, un boyante contrabando y tráfico de esclavos y una fértil industria de azúcar y malvasía, como para atraer a un mosaico poblacional, junto a españoles e isleños, de genoveses, flamencos, holandeses, ingleses, franceses, bretones y normandos. Y de esa riqueza sabía, sin duda, el almirante frisón Pieter Van der Does, a juzgar por sus exigentes peticiones ulteriores. De momento, formaba un amenazante escorzo sobre la bahía, con sus 12.000 hombres. Tras los cañonazos y fumarolas con que avisaron los vigías de La Isleta, no tardaron en concentrarse al otro lado, en el ya histórico casco de Vegueta, las milicias insulares, que todas juntas sumarían un total de 2.000 hombres, la mayoría campesinos mal instruidos y peor armados. Al tiempo que canónigos, inquisidores, clérigos y frailes acuden a la colindante catedral, para, en misa oficiada por el obispo, posicionar a Dios en contra del invasor hereje, las milicias serían conducidas personalmente por el gobernador y capitán general, el extremeño Alonso Alvarado, extramuros de la ciudad. Sería una de las últimas veces en que tañerían las campanas de la catedral (también parte del botín de Van der Does), en son de acompañar a los redobles de tambor de aquella expedición de bueyes con artillería y gentes provistas de mosquetes, picas, lanzas, cuchillos y chuzas.

El almirante frisón aspiraba a ganar las Islas, pero finalmente cundió el lema «Por España y por la fe vencimos al holandés»

En principio, no había por qué reforzar la dotación del flanco más alejado, el Castillo de la Luz, que contaba ya con 60 hombres y cuatro cañones de largo alcance; de modo que, ante la incipiente extensión de la flota holandesa por toda la bahía, Alvarado optó por colocar a sus milicias en otros tres enclaves intermedios, a partir de la fortaleza de Santa Ana, al pie de la hoy también extinta muralla de la ciudad. Desde La Luz se intercambiaron los primeros disparos con la flota, y aunque, tras dos horas de combate, los isleños apenas registran dos bajas frente a una embarcación enemiga destruida, el alcaide, presa del pánico ante tanta abundancia de naves, ordena la retirada. La apertura de ese flanco anima a Van der Does a desembarcar a un grueso de sus tropas en 150 lanchas. De nada servirán ahora los atrincherados enclaves. Tras cuatro intentos fallidos de tomar tierra, Van der Does reorganiza el desembarco por una zona intermedia y sin fortificación alguna, las escolleras de Santa Catalina, un lugar que, de ordinario, de no reverberar el sol, excepcionalmente, en aguas como un plato, hubiera imposibilitado el acceso. Allí fue tan sonada la mutua escabechina («Tiñóse el mar con una y otra sangre», prosigue el cronista Cairasco), que el lugar, hoy convertido en muelle, recibiría el nombre de la Punta de la Matanza. Allí infligiría tres heridas a Van der Does, cuerpo a cuerpo, el capitán Cipriano de Torres, quien murió en el intento, y Alonso Alvarado, por su parte, cayó gravemente herido, para morir tres días más tarde.

Descabezadas, pues, las milicias isleñas, se ordena la retirada de toda la población intramuros de la ciudad, en tanto que ancianos, mujeres y niños se dirigen, en compañía de los primeros tesoros evacuados, al centro de la Isla. Al anochecer de ese aciago día, hay 8.000 holandeses deambulando a sus anchas por una ciudad desertizada, mientras que apenas un centenar de canarios protegen la muralla, desde la fortaleza de Santa Ana. Durante 36 horas más se soportó la resistencia, hasta que, al mediodía del lunes 28 de junio, vencida la fortaleza con los mismos cañones traídos por las tropas holandesas desde el Castillo de la Luz, y escalando éstos en tropel por el risco colindante a la muralla, se producen las últimas desbandadas a la Vega de Santa Brígida, en el centro de la isla, donde se concentrará la Audiencia y el principal patrimonio. Las Palmas era ahora entera de Pieter Van der Does, quien hace ondear la bandera del Príncipe de Orange, sobre una nada inestimable población de 12.000 holandeses.

Cuando Canarias fue holandesa

Cairasco de Figueroa / La Provincia

Al día siguiente, el almirante frisón envía una misiva en la que explica su acción como una venganza contra «la injuria y crueldad» inquisitorial de la Corona española contra los Estados confederados, y solicita un rescate de 4.000 ducados en monedas de plata. Para las autoridades canarias era prioritario ganar tiempo, a sabiendas de que la flota Nueva España navega en las inmediaciones de las Islas. Se decide no contestar la misiva. El miércoles 30 Van der Does vuelve a formular su oferta de rescate de la ciudad, esta vez embarcando parte del botín y amenazando con incendiar la ciudad si no obtiene respuesta.

Es el día en que el canónigo de la catedral acude como emisario a parlamentar con Van der Does, quien, según la leyenda, se había alojado en la propia casa del poeta. Un trato correcto recibió allí, en sus señoriales dependencias, en calidad de visitante, el parlamentario que inicia así su romance: «No siempre el arco / ha de estar enarcado, antes importa / aflojarle las cuerdas algunas veces, / para tirar después con mayor fuerza». Es justo lo que sucedió en los dos días siguientes, con las cuerdas aflojadas hasta el silencio, luego de que Cairasco comunicara las intenciones últimas del holandés por anexionarse Canarias para los confederados. Agotando sus víveres, y tal vez su paciencia, en una ciudad diabólicamente vacía y sin respuesta alguna, Van der Does envió a 4.000 hombres hacia el centro de la Isla; los canarios, que habían previsto y hasta deseado esa decisión, trabajando anchamente en las últimas jornadas, con el conocimiento de la orografía a su favor y cegándoles, por ejemplo, la única acequia de agua potable en la calurosa y empinada ruta, saldrían a su paso en Tafira, a unos 10 kilómetros de la capital. Ahí la emboscada fue tan aguerrida y cargada de efectos multiplicadores, para parecer muchos más, que 300 isleños consiguieron que 4.000 holandeses retrocedieran, corriendo muchos de ellos despavoridos y desplomándose por los riscos.

Cuando Canarias fue holandesa

Batalla del Batán. / La Provincia

Saqueo en la catedral

Tras el repliegue, nuevamente acosado por las milicias isleñas, Van der Does ordena el saqueo de los principales edificios de la ciudad (aprovisionándose, sobre todo, del gran reloj, las campanas y otros objetos de la catedral, junto a documentos valiosos, como el mencionado Archivo del Ayuntamiento), y, mientras él mismo embarca, el domingo 4 de julio, deja a parte de su soldadesca quemando, con brea y alquitrán, los edificios más emblemáticos de la ciudad, como el Palacio Episcopal, ermitas y conventos y una treintena de haciendas solariegas de Vegueta. Atajados por los isleños, no lograron hacer arder el resto de la ciudad. Por cuatro días más, los holandeses permanecieron fondeados en la bahía reparando las naves, hasta que, el 8 de Julio, se dirigen a Maspalomas para hacer aguada y enterrar a algunos de sus muertos, que, en el conjunto de la invasión, se cifraron en unos mil quinientos. Mientras la mitad de la flota regresaría con el botín a Holanda, el almirante hizo baldíos intentos de tomar La Gomera con la otra media. Con la orden fija de dañar las posesiones castellanas, pero también de obtener intermedias plazas insulares en el vastísimo y disperso recorrido hacia las islas holandesas de ultramar, en Las Antillas y Oceanía, puso luego rumbo a la isla de Santo Tomé, en la costa guineana, y allí, en aquel mismo año, a causa de una epidemia, acabarían también los días de Pieter Van der Does. El almirante frisón aspiraba a ganar, para «los señores Estados confederados de la baxa Alemania», no solo la capital -que, en rigor, por espacio de 10 días fue holandesa-, sino, a partir de ese pórtico, la plaza de «Canaria y las otras seis islas». Pero, finalmente, cundió el lema «Por España y por la fe vencimos al holandés». Un episodio victorioso, del que ojalá pudiéramos coger recortes para proclamar, con el nuevo cancerbero, en la inminente temporada: «Por Las Palmas y por la UD vencimos con el holandés…». A ver si vuelven a sonar las nunca recobradas campanas.

El 26 de junio de 1599, en la bahía de Las Palmas se apuntalaba un día espléndido en aguas como un plato. Aquella mañana, 74 naves con 12.000 hombres a bordo comandados por Pieter Van der Does comenzaron un asedio a la ciudad que se prolongó hasta comienzos de julio. En la imagen principal, un grabado holandés de la época acerca del ataque. Sobre estas líneas, retratos de Pieter Van der Does y de Cairasco de Figueroa, cronista en vivo y en directo de lo sucedido. A la derecha, ilustración alegórica de la batalla del Batán. |

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