Opinión | Aula sin muros

El derecho a la pereza

Paul Lafargue, uno de los introductores del Marxismo en España, esposo de Laura, hija de Carlos Marx y primer diputado socialista del parlamento francés escribió El derecho a la pereza, una obra utópica en la que afirma que el verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura y moribunda pasión por el trabajo. Esa maldición bíblica o forma creativa de realización humanal que, según la OMS, cada año, mata a unas 750.000 personas a consecuencia de enfermedades coronarias y apoplejías relacionadas con el trabajo.

Lo que importa del mensaje de la obra de Lafargue, no es tanto la ácida crítica que hace contra la economía y sistema capitalista porque conduce al empobrecimiento y paro a la clase trabajadora, sino que, como solución propone dedicarse al ocio, al cultivo de las ciencias, las artes y la satisfacción de necesidades espirituales del ser humano, con lo que se alcanzaría los derechos de bienestar social y el culmen de la revolución social. La cultura del espíritu contra el materialismo. Título y autor que pueden irritar a más de un eclesiástico católico que anatemiza como pecado capital a la pereza. Fueron los padres de la Iglesia los que inventaron el pecado cuyos monjes de clausura, para combatirlo, además de los rezos y cantos gregorianos, labraban sus huertas, elaboraban licores aromáticos tras los muros de sus robustos monasterios y así emulaban al pobre campesinado que subsistía en chamizos de las aldeas. San Jerónimo, sin distinguir que era agua, jugo de limón o el propio vino guardado a la sombra de las bodegas se atrevía a aconsejar a los monjes “bebed, bebed, hermanos para que el diablo no les encuentre ociosos”. De esta manera, unos y otros, eran perdonados con la práctica de la virtud contraía: la diligencia. Y para recordatorio, en los monasterios, se rotulaba con el lema de Ora et labora. Una seria advertencia a los monjes de que la flojedad y la pereza hace que les aparte del bien. El mundo medieval se guiaba, en la vida cotidiana, por el tañido de las campanas. De las horas canónigas, en los monasterios y conventos, surgió lo de pararse a las doce en punto del día y destocarse al toque del Ángelus. La campana que marcaba las horas del trabajo, oración y asueto de los campesinos en los pueblos. También las primeras luces del alba, el sol en el poniente y la luz que se prendía en las oscurecidas. A otro nivel, transcurriendo sus vidas en la molicie, reyes y condes llevaban en sus carruajes velones para, prendidos unos detrás de otros, marcar el paso del tiempo. Hasta que, en la época industrial, el pito del capataz, luego la sirena, marcaba la entrada y salida de las fábricas. Y el tiempo de descanso se convirtió en un bien apetecido para millones de trabajadores, hombres, mujeres y niños, mientras reyes y aristócratas seguían en su mundo de Babia. Existe un estudio realizado en Francia por el que se demuestra que cuanto mayor es la posibilidad de disponer y disfrutar del tiempo parece que menos capacidad se tiene para disfrutar de ese bien preciado. La razón parece encontrarse en que la vida avanza demasiado rápido. Se vive deprisa. Hasta para mantenerse en forma, quemar grasas o luchar contra la diabetes no hay andar lento con respiración saludable sino correr, sudando a mares, respiración jadeante y fugaz saludo al conocido. Hasta los niños se ven sometidos a una hiperactividad organizada. En familia y las escuelas. De la clase, apenas merendar y camino hacia el cúmulo de actividades extraescolares. Y ante el pupitre o el comedor de la casa, ante los deberes, apuntes, textos muchas de las veces alejados de su ambiente e intereses, no se permite la más mínima distracción. Ese “estar mirando para los celajes” de antaño. En cierta ocasión se me presentó, para su aprobación en una institución pública, un proyecto escolar en el que, uno de los apartados del programa a desarrollar figuraba algo así como” espacio lúdico curricular”. Después de indagar sobre el significado de tan rimbombante título deduje que, simplemente, hacía referencia al “recreo” de siempre. Ese espacio gozoso, no sujeto a programas, de socialización espontánea y juegos. Conviene pararse para descubrir muchas de las cosas que nos rodean en un mundo que invita a la fugacidad y no a la quietud y contemplación que es el matiz creador de la pereza. Culto al ocio bien aprovechado para disfrutar del derecho a no hacer nada. Hay una fábula que cita, en una de sus obras, el filósofo surcoreano Byung- Chul Han de un pastorcito al que se permite llegar a una montaña con ricos tesoros y la instrucción de: “no olvides lo mejor”. Lo mejor era el no-hacer. Aunque, desde siempre, se ha dicho “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, también existe “por mucho madrugar no amanece más temprano” Balzac y Víctor Hugo hablaron del beneficio de caminar lento, sosegado, cabizbajo, aunque se diera la impresión de aburrimiento. Y el gran filósofo Pascal escribió que “toda la desgracia del hombre consiste en no saber permanecer quietos en una habitación”. Como otros pensadores y científicos de antes y ahora que han escrito sobre el beneficio del descanso. Que no es aburrimiento, ni falta de interés, indiferencia o inactividad que les pasa a los que carecen de ilusión y proyectos. Si se mantiene durante largo tiempo necesita una pensada y consejo ante el psicoterapeuta porque puede derivar en melancolía. Esta especie de vagancia que no es desidia ni desentendimiento de los demás y las cosas que pasan. Es pausa, contemplación, mente en blanco, meditación contra la ansiedad. Muchas ideas creativas de artistas, científicos y hasta aturullados en un problema matemático o conflicto personal se forjan en un paseo solitario, en la cama o mientras se sueña. Por eso se habla, hoy de un retiro en un lugar bajo el propio control y dominio. La siesta como descanso reparador, aunque sea con el ruido de la televisión que actúa como dormidera y no sentirse culpable ni hacer casos de las críticas por, de vez en cuando, olvidarse hasta de uno mismo y “echarse a la bartola”.et magnis dis parturient montes, nascetur ridiculus mus.

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