Opinión | Aula sin muros

Una ciudad para vivir

Los vecinos de Guanarteme se movilizan

Los vecinos de Guanarteme se movilizan

A los agobiados vecinos de Guanarteme solo les queda el recuerdo de lo que eran las casas terreras de antes, con azotea, pilar para lavar la ropa, parterre de flores, pequeño gallinero o palomar y sosegado palique de ve- cindad.

Un grupo de vecinos del popular barrio de Guanarteme de la capital grancanaria se ha unido en protesta por tanto ruido de máquinas, tráfico de vehículos, contaminación acústica y construcciones, a golpe de piqueta y especulación, que han alterado la convivencia y formas de vida de la gente que lo habitan desde no se sabe cuántas generaciones. Poco o ningún caso le harán los emporios constructores y autoridades urbanísticas preocupadas más por el rédito económico de construir edificios sin alma que construir una ciudad para vivir. Como tampoco, los mismos gobernantes de la cosa pública, se ocuparán, ni se les espera por dotar de nuevos centros de salud ante el colapso total del actual, interesados como están en invertir millones en el tren desde la capital al sur, otro disparate urbanístico, sin orden ni concierto, desde que se crearon, a mediados de los años cincuenta, los primeros apartamentos en la rada de San Agustín y la Charca de Maspalomas. A los agobiados vecinos de Guanarteme solo les queda el recuerdo de cómo eran las casas terreras de antes, con azotea, pilar para lavar la ropa, parterre de flores, pequeño gallinero o palomar y sosegado palique de vecindad. Y los niños de aquella casi arcadia feliz jugaban en la calle, los patios interiores y podían escuchar, de lejos, la llamada de las madres de que la comida está en la mesa o que hicieran un mandado a la tienda, otra reliquia del pasado.

Las ciudades actuales se han convertido en un conglomerado de cemento, ladrillos y rotondas para ordenar el ingente tráfico que los políticos, para dotarla de algo de estética y reminiscencia de un pasado natural, se han dedicado a colocarles jardines y fuentes en los centros. También en un cúmulo de intereses crematísticos que han engordado las cuentas corrientes de contratistas, financieros y especuladores del suelo, últimos responsables de esa «burbuja» que se cebó con los de siempre. Como, con mucho tino y buena pluma escribió el escritor cubano Alejo Carpentier, refiriéndose a las modernas ciudades que surgían en la década de los cincuenta en el Caribe: «Los contratistas, inversionistas, compradores, vendedores, negociantes, especuladores, banqueros, arquitectos, ingenieros, maestros de obras, estaban poseídos por una furia de destruir, construir, volver a destruir para volver a construir, que iba acabando con todo lo que de abolengo y con alguna gracia conservaba la cuatricentenaria urbe». En ciudades del Archipiélago, durante las décadas de los ochenta y noventa, hubo poderosos de la política y contratistas que se hicieron de oro, algunos mediante ocultas coimas, a los que no les importó meter piqueta a edificios nobles sin que un alcalde o concejal con sentido de la historia, patrimonio y visión de futuro mandara a parar la furia de las poleas y excavadoras. A algunos se les concedió el privilegio de conservar su antigua fachada. Este fenómeno mezcla de urbanístico y cosmopolita con claras secuelas en lo emocional, por lo humano, parece imparable y en continua expansión. A mitad de este siglo se calcula que el 70% de la población vivirá en zonas urbanas que plantea respuestas a nuevas necesidades en vivienda, infraestructura, transporte, conducción de agua, energía y servicios públicos. Sirva como ejemplo que en la megápolis de Tokio vivirán, en el año 2030, 37 millones de almas. La misma cantidad de gente, o más, que cualquier país de densidad media en población de Europa, Norte o Sudamérica. De la quema escapan los que quieren o pueden y se vuelven al campo con la idea de gozar de la paz versada por el poeta latino Horacio cuando cantaba las excelencias idílicas del vivir entre campos de amapolas y canto de cigarras. Pero también, los pueblos de hoy se han convertido en barrios dormitorio atestados de edificios y adosados donde ya han desaparecido los adioses con los que se saludaban los vecinos y los ancianos que tomaban el sol de la tarde, conversaban con los que pasaban o se paraban, sentados en el canto de la puerta. La gente de campo ya sufre el mismo estrés y neurosis que genera la ciudad porque trabajan en los mismos entornos, se globalizan con iguales redes sociales y programas basura de televisión, sus hijos no gozan de la vigilancia natural de antaño y la mayoría de los ancianos viven en residencias o ven pasar la vida detrás de los visillos de la ventana o sentados en un banco entre una atmósfera de plomo. Una vez me dijo un amigo arquitecto que la solución a tanto desorden urbanístico en la ciudad de las Palmas estaba en tirar abajo una gran parte ella e iniciar una nueva reconstrucción. Tarea ya imposible por condiciones de historia, economía y la topografía de una ciudad que se vio obligada a colonizar la montaña y crecer en altura. Por eso nunca fue posible que sucediera lo que pude observar en un recorrido por pequeñas ciudades de los estados americanos de Nevada, Utah y California. Daba la impresión de que fueron diseñadas, de antemano y luego construidas antes de que las habitaran sus futuros moradores. Construidas en cuadriculas, con amplias zonas verdes, parques, facilidades para estacionar al lado de los centros comerciales y de gestión y donde, curiosamente, las iglesias de los diferentes credos estaban ubicadas en los extremos, en el límite donde comenzaban los extensos prados de maíz y girasol. La ciudad hoy aparece fría, deshumanizada, en la que viven miles de personas en nichos en cuyo mismo rellano de escalera los residentes apenas se saludan en el ascensor y pasan años sin conocer las caras de los, hasta tres veces, distintos moradores, del piso, con letra y alfombra en el dintel de la puerta de al lado. Exactamente lo que les viene sucediendo a nuestros vecinos del barrio que, a principios del siglo XX contempló el primer aeroplano que aterrizó en los arenales y se escuchaba, en noches frescas o cálidas, el desplome de las olas sobre la marea y por las mañanas se olía el pan fresco y el timbre del triciclo del tendero que venía con la fruta y la verdura de la plaza. Lo pude comprobar cuando, en una zona, hace veinte años una montaña, hoy enladrillada y que continúa con su voraz apetito constructor me resultó intolerable el estruendoso ruido de las máquinas de hacer cimientos. Había árboles, pero los nuevos picos demoledores acallaron, para siempre, el canto de unos pájaros que me despertaban al alba.

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