Opinión | Un carrusel vacío

La «Pirroquia»

La Pirroquia

La Pirroquia

Según la opinión de un prestigioso periodista y gestor cultural, no hay relevo generacional en la literatura. Lo respeto, pero no lo comparto. Ahora todo el mundo quiere ser escritor: hay más escritores que lectores, y eso es un error de base. Vivimos sometidos a un exceso de oferta, porque la gente no tiene filtros a la hora de revisar sus propias obras y asumir que no están preparadas para ver la luz. Si no encuentra una editorial que le publique gratuitamente, acudirá a la autopublicación. Ojo: no digo que todo lo que se autopublica sea malo.

De hecho, entre esas hordas de gente que escribe, algunos son buenos de verdad, pero solo a una mínima parte se le concede la oportunidad de demostrarlo públicamente. Los editores no tienen toda la culpa: es ese exceso de oferta el principal obstáculo, porque, a veces, encontrar una obra de calidad entre mucha bazofia equivale a buscar una aguja en un pajar. Pero las grandes editoriales solo fichan a sus autores a través de un contacto directo -el clásico enchufe-, de una agencia o ante un gran número de seguidores en las redes sociales. A los demás nos quedan las editoriales independientes, que hacen lo que pueden en cuanto a distribución y promoción, frente a todo un sistema volcado en las grandes. El autor tiene que esforzarse mucho por promocionar su propio libro y, para algunos, supone un gran reto, porque somos escritores, no publicistas. Y porque nos angustia el autohalago. Me llegan algunos anuncios, envueltos en tierno patetismo, en los que el propio autor manda cientos de mensajes a todos sus contactos asegurando que su libro «te sorprenderá y encantará; no podrás parar de leerlo».

En las plataformas comerciales más populares, las grandes editoriales tienen un papel preponderante, con una sólida red publicitaria apoyando todos sus títulos, mejores o peores. Para encontrar libros de editoriales más pequeñas, hay que acudir a librerías de barrio o, directamente, a Internet. Todo esto conduce a una trágica certeza: si publicas en una editorial independiente, la mayoría de tus lectores serán personas que te conozcan: amigos, familiares, autores a cuyas presentaciones has acudido y te deben un favor… Y así se crea un círculo cerrado -especialmente en poesía-, sostenido en el «hoy por ti; mañana por mí». De repente, te encuentras leyendo y reseñando verdaderas inmundicias porque el autor te cae bien; como si una reseña, hoy en día, sirviese para algo. Y mientras lees eso o el best-seller de turno, pierdes la ocasión de descubrir libros verdaderamente buenos que, tal vez, nunca conocerás. Porque no son accesibles.

A veces, se da la circunstancia de que un autor de calidad tiene el suficiente don de gentes para lograr que su libro despegue. Los contactos son imprescindibles, casi tanto como los golpes de suerte. Pero… ¿qué hay de los autores tímidos o introvertidos, poco sociables? ¿Qué ocurre si escribes maravillosamente, pero no eres el rey de la fiesta? Lo más probable es que permanezcas en la sombra, a no ser que te vendas a ese juego de favores y eventos y esperes que, alguna vez, la suerte te sonría.

Los grandes premios y festivales visibilizan a los de siempre. Los mismos nombres. Y, si hay alguno nuevo, también forma parte de la tribu, de algún modo. Uno de los gigantes le habrá abierto las puertas. Aquí se suman los intereses políticos, los económicos, los sentimentales. Un popurrí de intereses entre los que la calidad permanece como algo secundario o incluso terciario. Si no eres amigo de los jefes, puedes aspirar a la sexta edición del Premio de Poesía José María de la Pera, poeta local de una aldea de Galicia, o el Festival de Novelistas de Villanueva del Oso. También hay mucha gente íntegra, por supuesto, y la consabida suerte, pero ni siquiera ganar honradamente un premio «importante» te asegura entrar en el sistema. Sobre todo, si    no eres dado a las tribus o apuestas por la humildad.

Cuando pienso en el mundillo literario, siempre me acuerdo de la letra de una canción tradicional extremeña, popularizada en los sesenta por Joaquín Díaz, que parodiaba esa sociedad rural en la que la parroquia -la «pirroquia»- era el centro de todas las actividades vecinales. En ese contexto, el «pobre Simón» quedaba siempre al margen: «Ayer tarde, en la función, / cuando el cura predicaba, / toda la gente lloraba / menos el pobre Simón. / -¿Cómo no llora, Simón?/ -le pregunta la tía Ustoquia. / -Yo no soy de la Pirroquia / y los que lloran, lo son». Y yo, que tampoco soy de la «Pirroquia», respondo que sí, que hay relevo generacional literario, pero no le dejan salir a la luz.