Opinión | Retiro lo escrito

Un día, Santi

Santiago Negrín en una intervención en el Parlamento de Canarias.

Santiago Negrín en una intervención en el Parlamento de Canarias.

Un día se podrá contar todo eso, y si estoy vivo lo haré con una cuidado meticuloso y una satisfacción muy, muy creativa, como contaré otras cosas, Santi, porque soy un maniaco, más exactamente un Funes tan memorioso como grafómano, y lo he apuntado todo, siempre, para mejor ocasión. Por supuesto no voy a decir que fuimos amigos, a mí me pasma la desvergüenza con la que te han brotado amigos como hongos venenosos o insípidos, no sé lo que es peor, pero tú y yo, aparte de los saludos de rigor, solo charlamos más extensamente media docenas de veces, tal vez alguna más. Te voy a ser sincero –no te va a molestar ahora, no te molestó nunca– pero a menudo me enervó tu indeclinable cortesía, la voluntad testaruda y delicadísima de no irritar a nadie con una discrepancia demasiado rotunda, pero luego observé que hacías siempre lo mismo con todos, Santi, absolutamente con todos, desde el presidente del Gobierno hasta la cajera de Mercadona, observando así estrictamente el consejo de Borges: «Hay que procurar no tener razón en las discusiones». Por supuesto, era una pequeña astucia social y profesional por tu parte, pero también creo que ese rasgo descendía de una cultura familiar –la cultura de una familia común, corriente y decente– en la que el respeto representaba un valor fundamental.

Aquí, en las ínsulas baratarias, no se quiere ver, no se puede ver, no se sabe ver las catástrofes que suelen acabar con el trabajo o con el gusto por la vida de una persona atrapada y destruida en el engranaje de los cálculos miserables y las mezquindades solapadas. Todo debe ser un hermoso parterre donde a nadie se destruye, solo se le transforma en amargura y asco, y yo creo, Santi, que fue un día turbio y maldito cuando algunos te convencieron de que podías ser el director general de la televisión autonómica. Toda tu generación –e incluso los ligeramente mayores que tú– soñó con la tele autonómica como el trofeo final, el pináculo de gloria, el mascarón de proa de una carrera triunfal. Después de tu caso nadie lo soñó ya. Y digo eso de que te convencieron porque sabes que fue así. Te convencieron, te animaron, te sugirieron entrevistas, estrategias, cronogramas. ¿O alguien se cree que hiciste una pequeña maleta y volaste a Madrid para hablar con Soria en un rapto de valor? Flaco favor. Te hicieron esos buitres generosos. Los que te jaleaban, por cierto, no eran políticos ni empresarios, a ver, que se deduzca quienes pudieron ser. Eso sí lo recuerdo. Una coincidencia en un avión, una conversación después de aterrizar mientras caía una llovizna cálida: «¿Pero por qué te metes en eso?» «¿En qué?» «En la puta tele». «Ah, no precipites acontecimientos» «Lo hacen para manejarte como un títere» «¿Pero tú no confías en nadie?» «En nadie que quiera que sea el jefe de la tele, por supuesto». Se rio y me dio una palmadita en la espalda. Unas semanas más tarde juraba el cargo bajo la mirada helada de Paulino Rivero.

Las cosas, por supuesto, comenzaron a torcerse muy pronto. La tele canaria era por entonces un campo de minas, de deudas y de irregularidades contractuales. También un estanque de corrupción y tú, Santi, que eras un buen periodista, no estabas preparado para eso. Para resolver eso era necesario disponer de paz mediática, de muchísimo dinero, de un asesoramiento potente, de una figura entre Richelieu y Pedro Navaja, es decir, Francisco Moreno. Y no tenías nada de eso. Cuando empezó tu lenta caída –dos largos, durísimos años– los jaleadores desaparecieron. Ya no les servías. Algunos incluso fingieron olvidar tu nombre, Santi, como si esto fuera Nueva York, Tokio o Ciudad México. O se quedaban mirando a través de la ventana de su oficina: «Ay, ese pibe, qué loco qué inconsciente…» La oposición se dedicó a reventarte. Abandonaban la comisión parlamentaria dejándote con la palabra en la boca. Por fin dimitiste y creías que podrías respirar. Pero aunque tiraste palante andando sobre los carbones encendidos de la humillación jamás te recuperaste del todo. Un día Santi, se contará todo esto, y espero que les haga daño, mucho daño.

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