Opinión | Isla Martinica

Intolerancia a la democracia

Imagen de archivo de una manifestación contra la intolerancia.

Imagen de archivo de una manifestación contra la intolerancia. / E.P.

Vivimos en un mundo extraño, en el que lo blanco parece negro y lo evidente se transforma en oscuro. Un mundo, desgraciadamente, a expensas de lo que dicen unos cuantos y escogidos, al margen de la realidad de las cosas. Nunca como ahora se vuelve cierta la reflexión del segundo Wittgenstein, aquel que pensaba, en contra del autor del Tractatus, que todo son juegos del lenguaje. Me vino a la cabeza este razonamiento tras conocer la reacción de los partidos de izquierda al difundirse los resultados de la primera vuelta de las legislativas en Francia. Sólo faltaba decretar la «alerta antifascista», como ya hiciera un fantoche de la nueva política, hoy felizmente jubilado por más que su deseo fuera el contrario. Es curioso esto de las valoraciones una vez se hacen públicos los porcentajes de apoyo entre el electorado. Si es la derecha la que vence, como ha ocurrido, se pone en duda la propia existencia de la democracia, mientras que, en el caso de la izquierda, cuando gana y obtiene el suficiente respaldo social, lo que se suele escuchar y hasta leer es que la democracia ha salido victoriosa.

Escribía Santiago Rusiñol, un personaje de otra época, pero muy sagaz en sus observaciones, que «el hombre que quiere ser demócrata, o ya lo es, o se hace el tonto». Parece que la izquierda, tanto la patria como la internacional, nos toma por lo segundo cada vez que se acerca un período electoral, y no digo ya cuando son del dominio público los porcentajes de voto alcanzados por los partidos en liza. En cierta manera, se identifica a la derecha con los antidemócratas, quedando la gloria para las formaciones de orientación izquierdista. Un juego del lenguaje bastante perverso, que duda cabe, pero del que nadie se zafa so pena de ser juzgado con los peores calificativos. En lo personal, me indigna esta caricatura, impropia de los tiempos que corren. Sin embargo, lo que más duele no es eso, sino el nefasto mensaje del que se ufana la intolerancia democrática: si eres de derechas, poco menos que se te representa con un tridente en la mano y cuernos sobre la cabeza. Y, si eres del bando rival, poco menos que aspiras a la santificación. Esta concepción, pérfida y falsa de todo punto, cunde en muchos medios, escritos o hablados, e incluso en parte de las redes sociales. La suerte de las izquierdas, por lo tanto, depende de la ausencia de un espíritu en libertad, de que el individuo sea incapaz de pensar por sí mismo y deje esta labor en manos de otros, que actuarán como guías, como ya pronosticara Kant, autor por el cual estas formaciones sienten un profundo rechazo. Pero, prefiero las palabras de Chesterton para rematar el argumento de la intolerancia de los que dicen defender el bien colectivo: «La intolerancia puede ser definida como la indignación de los hombres que no tienen opiniones». Esta es la cruda realidad, la que, una y otra vez, ocultan muchos de los partidarios de la izquierda radical: el que no tienen criterio propio ni saben expresar una sola idea al margen de lo que manda la corrección política. En el fondo, me dan pena.

Señaló Ramón Gómez de la Serna que «la Superhistoria es escaparse a la historia confinada». Una forma poética de decir que seamos nosotros mismos, que no nos dejemos llevar por la corriente y alcancemos el gobierno de nuestro propio destino. Muchísimos franceses se han atrevido a salir del cauce marcado por la doctrina del buenismo socialista, renegando de las etiquetas maniqueas de los medios afines. Por ahora, sólo pueden hablar con su voto en las urnas, pero para qué más. El varapalo electoral recibido por la izquierda gala es de tal envergadura que no saben bien qué hacer ante unos ciudadanos que, simplemente, han dicho ¡basta!