Desde la ciudad arzobispal (LIV)

Don Ceferino Quintana Hernández, sacerdote

Su estoicismo y su entrega por entera a Dios, no le permitió quejarse jamás de sus dolencias y este padecer forjó en él un ser especial de bondad extrema, sociabilidad más que notable y sobre todo, siempre servicial y atento a las cuitas de los demás

Paseo marítimo de Clavellinas y la playa de Salinetas al fondo, donde veraneba el sacerdote José María Ceferino Quintana Hernández.

Paseo marítimo de Clavellinas y la playa de Salinetas al fondo, donde veraneba el sacerdote José María Ceferino Quintana Hernández. / Juan Castro

El 25 de diciembre de este año se cumplirán cuarenta y tres del fallecimiento del meritorio sacerdote teldense don José María Ceferino Quintana Hernández. Como relata el que fuera Vicario General de la Diócesis, don Juan Artiles Sánchez, en su magnífica y precisa crónica, fue por la tarde, sobre las cinco, cuando de repente le sorprendió la muerte.

La enfermedad pulmonar, larga y silenciosamente soportada por fin hizo mella en su siempre endeble salud. Su estoicismo y su entrega por entera a Dios, no le permitió quejarse jamás de sus dolencias y así confiesan sus compañeros de seminario que, aunque era obvio que algo le pasaba, nunca pudieron arrancar de sus labios una queja. Éste padecer que se hizo notorio desde sus primero años de infancia y que se prolongaría en el tiempo, forjó en él un ser especial de bondad extrema, sociabilidad más que notable y sobre todo, siempre servicial y atento a las cuitas de los demás.

Había nacido en Telde el 26 de agosto de 1906, formándose en una escuela-academia local. Don Ceferino fue una vocación tardía, aunque él confesara que la llamada a la Vida Consagrada la tuvo desde muy joven, nunca llegaba el momento óptimo para decidirse a entrar en el seminario, debido a su más que deficitaria salud. La sonrisa perpetua de su rostro y sus modales caballerosos que venerábamos sus feligreses, no era simple fachada de cura bonachón, el ser así se combinaba perfectamente con un fuerte carácter de llamar a las cosas por su nombre, según socorrida frase castellana, era de los que gustaba llamar Al pan, pan y al vino, vino.

Después de doce años de estudios en el Seminario de la Inmaculada Concepción de Las Palmas de Gran Canaria, el Obispo Serra Raffols (Vilmente asesinado en 10 de agosto de 1936) lo ordena presbítero un 24 de mayo, tres meses antes que Su Eminencia fuera martirizado. Al día siguiente de su ordenación, celebra su primera misa en la actual Basílica de San Juan Bautista de Telde, eligiendo como lema: Auxilium meum a Domino, qui fecit coelum et terram. Su primer y breve destino fue Tuineje, en la Isla de Fuerteventura. Sólo unos mes bastarían para dejar su impronta personal en aquella parroquia de la que tuvo que alejarse por enfermedad. Regresa a Telde para, en la casa de sus padres, recuperarse, estado óptimo que consigue y que le permitirá asumir la Parroquia del Madroñal, donde lo destina el Obispo Pildáin Zapiáin. El clima extremadamente frío y húmedo del lugar le desata una tuberculosis profunda, lo que hace que ingrese urgentemente en la institución antituberculosa de El Sabinal, y allí el bueno de don Ceferino ejerce de capellán, siendo consuelo diario de cuantos enfermos convalecientes pasan en ese sanatorio largas temporadas, a veces años. Celebrando misa diaria, escuchando confesiones y asistiéndolos con la Extrema Unción a aquellos que, de forma continuada, entregaban su alma a Dios. Un poco mejorado acude a la cercana Iglesia de Las Nieves de Marzagán, en donde se hace querer por todos. Ya en sus últimos años el Obispo don Antonio Infantes Florido le encarga la capellanía del Hospital de Santa Rosalía de Telde, que junto con su deseo de ayudar le hacía colaborar con la parroquia de San Juan de Telde y trasladarse cada domingo a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de la Higuera Canaria. Cada vez que tenía oportunidad, visitaba a los enfermos de los barrios de San Juan - San Francisco y pedanías cercanas, llevándoles hasta su casa el consuelo del Santísimo.

El 25 de diciembre de este año se cumplirán cuarenta y tres del fallecimiento del meritorio sacerdote teldense don José María Ceferino Quintana Hernández

Amante del campo y sus labores, dedicó gran parte de esos años teldenses a la finca de su propiedad, siempre atento a las podas, el abono, la siembra y la recolección. Cuando alguien le elogiaba el estado más que óptimo de sus cercados, él le brindaba una sonrisa plena y siempre contestaba: Es que El De Arriba me echa una mano y, créanme es un Excelente Agricultor.

A toda esta biografía, es necesario sumarle sus largos veraneos en la Playa de Las Salinetas. El Cronista que ésto escribe, siendo niño y zagal lo veía a diario sentado en una destartalada mecedora o perezosa leyendo algún que otro libro sagrado. ¡Don Ceferino, don Ceferino, deme la bendición! A lo que él contestaba: ¡Claro que sí, mi niño! Y alzando la mano derecha y con ella haciendo la señal de La Cruz me decía: ¡Dios te bendiga, Antoñito de la cabeza a los pies pasando por la barriga también! Bromas aparte, siempre fue un sacerdote integro y entregado a los demás.

De sus estancias salineteras me es grato reseñar dos de sus aficiones: Una, que cumplía a diario, era el baño matutino. Sobre las siete y media u ocho, entrando a la marea por la arena, junto a los riscos que había a los pies de su casa. Nuestro buen don Ceferino se bañaba con sotana, no sé cómo lo conseguía, pero créanme que nadaba de aquí para allá con aquellos trapos envueltos en su cintura. La otra era mariscar, buscando lapas y burgados en los charcos y en las paredes pétreas del viejo muelle, sobre todo los días de marea baja. Ésta es la breve historia de un hombre humilde, coherente y siempre leal a sí mismo y a su vocación sacerdotal. Respetuoso cuando más con la jerarquía, repetía a sus feligreses: Hay que tenerle mucho respetito y amor al Santo Padre de Roma y al Señor Obispo que es su representante en la Diócesis. Recen siempre por ellos, por los sacerdotes, religiosos y religiosas para que sean buenos ejemplos para todos los cristianos. Al rezar, mis niños, mis niñas no se olviden La Santísima Virgen que ella es la escalera que les llevará al Cielo.

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