Opinión | Tropezones

Breverías 137

Palacio Real de Madrid

Palacio Real de Madrid / LP/DLP

No hace mucho estuve visitando un emblemático palacio en Madrid, abierto al público a ciertas horas, pero acotadas siempre unas estancias para el uso de la familia. Eso sí, todo un ático inaccesible al común de los mortales, como la icónica torre de los antiguos castillos, y por supuesto con su entrada independiente, faltaría más. Yo preferiría un día invertir los términos de la visita: que los duques dispusieran de tantas nobles estancias de revista como quisieran, pulcras, frías y ordenadas, mientras yo fisgaba entre las pertenencias más personales de sus aposentos. Ver por ejemplo qué libros leídos figuran en las estanterías, comprobar cómo el centro del salón principal lo ocupa una inmensa mesa donde se desparraman sin pudor todos los afanes del día a día de la familia; abrir el mueble bar, si lo hubiere, y constatar cuáles son, en realidad, las bebidas favoritas de sus residentes. Descubrir, como sospecho, que el desorden consustancial a cualquier estructura familiar reina aquí también, con juguetes tirados por el suelo, revistas abiertas a medio leer u otros testigos de las aficiones de sus moradores. O esos objetos insólitos, las más veces sordas muestras de cariño, cuidadosamente disimuladas en su quehacer cotidiano cara a la galería. Y quién sabe, tal vez algún testigo insospechado de posibles aficiones inconfesables, de esas que al ser comunes a nobles y plebeyos, nos hacen más cercanos, casi cómplices a sus egregios anfitriones.

*

Quizás sea una de esas imprudentes generalizaciones a las que soy tan aficionado, ¿pero verdad que el escaparate de la vida de una familia es la mesa de la estancia principal? A mí me cuesta imaginar el salón principal de un hogar sin una mesa, de tamaño acorde con sus posibles, como un pequeño mar de los sargazos, donde vienen a recalar todos los objetos que se chivan de las aficiones de la familia. Pueden ser restos de comida, un ordenador relegado a un extremo de la mesa, y si hay niños en la familia, cualquier objeto puede ser posible, desde un peluche hasta un zapato de papi o un trozo de regaliz a medio comer. Por aventurarme en terreno familiar, sin divulgar indiscretas pistas geográficas, sé de una mesa, ubicada en la cocina por ser el ámbito más usufructuado, que en un extremo tiene el uso de oficina, con su ordenador portátil y montones de papeles estratificados, en un desorden conocido, y el resto es utilizado como mesa de apoyo de cocina y comedor. Pero no se limita a estos dos usos, qué va, pueden encontrar en algún rincón de la misma desde un naipe semioculto que la familia lleva días buscando, hasta una letra de «scrabble» extraviada ¿o tal vez maliciosamente escondida?

*

Pero volviendo al tema inicial, no quisiera dejar pasar la ocasión de mencionar uno de esos castillos abiertos al público que consiguen aunar las dos facetas ideales de cualquier exhibición: es un impresionante museo, testimonio de las andanzas bélicas de su residente, y al mismo tiempo un verdadero hogar testigo de las vidas y milagros de su inquilino. Me estoy refiriendo al Castello Sforzesco, el palacio de Milán del conde Ludovico Sforza. Como yo lo visité hace ya unos años, no les garantizo que permanezca como cuando yo estuve. Pero por si acaso y si tienen ocasión no se lo pierdan. Está hasta tal punto conjuntado el aspecto museal como familiar de su protagonista, que a uno no le extrañaría ver irrumpir tras una maqueta de un artefacto militar, en magnífica aparición, al conde duque Ludovico en egregia persona.