Opinión | Tropezones

Breverías 138

Un camarero limpia una mesa en un restaurante.

Un camarero limpia una mesa en un restaurante. / Europa Press

Ya sé que uno no debe desahogarse en caliente, pero es que acabo de almorzar con un conocido que tiene un don para sacarme de quicio. Siempre que me apresto con la mejor intención a darle un consejo, casi siempre apoyado en mi propia experiencia, me mira con cierta displicencia, como el que ya está de vuelta de todo, y no precisa por tanto ninguna injerencia, por muy de sugerencia que vaya disfrazada, sacudiéndose mi argumentación, como si no mereciera la pena ni planteársela siquiera.

Pero el otro día ya es que me colmó el vaso. Con ánimo de aclararle un concepto que había plasmado en un artículo reciente, me esforcé lo indecible en trasladarle una argumentación meridianamente clara incluso para alguien de letras. Vamos que hasta tuve cierto rubor en hacer tan obvia mi explicación, no fuera a molestarse mi amigo, como si estuviera tratando de convencerle que dos y dos son cuatro.

Pues bien, como si hubiese estado trasladándole ciertas incertidumbres sobre la teoría de la relatividad, me suelta el tío: «¡No me convence!».

*

Pero como veo que mis breverías corren el peligro de convertirse en mi muro de lamentaciones, les compensaré con un personaje con el que trabé contacto no hace mucho en un restaurante del sur. Ejercía de camarero, y la excelencia en su actividad parecía envolverle como un aura. Se anticipaba a nuestras peticiones, nos asesoraba como si fuera de la familia. Aunque revoloteara por todo el restaurante, nunca iba con la mirada arrastrada por el suelo como la de esos camareros del montón que nunca levantan la vista para advertir nuestras señales de socorro, sino que la lucía despierta y atenta a cuanto acontecía en su entorno. Y recibiendo con alegría el cambio de opinión de un plato ya encargado, sin ningún problema. De hecho me recordaba a un gran amigo, Pedro, el añorado encargado tantos años de la gasolinera del muelle deportivo. Apodado Pedro Texaco, por su incondicional y amable disposición a ayudar a marineros o cangrejos de tierra firme, ostentaba con orgullo un segundo apodo: «Pedro no problem».

Doy pues las gracias a mi camarero mayor del reino de este mediodía, de cuyo apodo queda investido desde este momento «Carmelo no problema».

*

Cambio de tercio obligado: me acaban de comunicar que una persona querida ha estado a punto de perecer ahogada en un mar embravecido por casi no llegar a tiempo el helicóptero de salvamento. El problema fue que los que dieron la voz de alarma al 112 eran ingleses, y el funcionario de guardia en el 112 no sabía inglés. Mi amigo junto a la persona a la que se había lanzado al mar a rescatar están a Dios gracias ambos a salvo. En otro momento relataré todas las peripecias del salvamento. De momento, como es de rigor en estas breverías, quisiera sacar una reflexión general aprovechable. En una región como la nuestra, donde la incidencia de población turística es tan importante, por qué no disponer el equipamiento del 112, sobre todo en zonas del extrarradio escasamente pobladas, de uno de esos artilugios de traducción simultánea donde uno sólo ha de pulsar el idioma deseado para mantener una conversación relativamente fluida. Una sola vida salvada bien valdría el costo de implementar dicha iniciativa en todas aquellas estaciones del 112 sin personal con conocimiento de idiomas.